La chica que soñaba con perros pero tenía un robot

Soñaba con perros pero tenía  un robot

La chica que soñaba con perros pero tenía un robot.

María siempre quiso tener perro. Sus padres todavía le recordaban como, casi desde que nació, les pedía, año tras año, que le comprasen un perro. Le daba igual el color, la raza, que fuese grande o pequeño… María quería un perro a toda costa, pero siempre obtenía la misma respuesta: cuando tengas tu casa haz lo que quieras, pero mientras vivas aquí, no hay perro…

A su manera, a sus padres les gustaban los animales, pero no querían cargar con la responsabilidad que suponía meter un perro en casa y le ponían cientos de excusas diferentes: un perro no se puede tener en una casa, los perros dan mucho trabajo, ensucian la casa y se llena todo de pelos, dices que le sacarás a pasear, pero al final lo tendremos que hacer nosotros, etc.

Así que María pasó media vida aprovechando al máximo cada minuto que podía compartir con los perros de sus amigos, vecinos, etc. Cuanto más tiempo pasaba con ellos, más le gustaban. Aquellos seres peludos le proporcionaban bienestar cada vez que la miraban de aquella forma tan especial, la lamían o, simplemente, buscaban sus caricias o hacían cosas que la divertían. Los perros le hacían sentirse viva de verdad ¡Como no le pasaba con nada más en el mundo!

A los veintiocho años, María por fin se independizó, pero sus largas jornadas de trabajo como auditora de una gran compañía y el hecho de que viviese sola la hicieron incumplir su promesa y la frase más repetida a lo largo de su vida: “lo primero que haga cuando me vaya a vivir sola será comprarme un perro”.

Aun así, María nunca se olvidó de los perros y comenzó a colaborar con una protectora como voluntaria. Ella siempre decía que era la mejor decisión que había tomado en su vida (allí se sentía realmente útil, podía estar en contacto con muchos perros al mismo tiempo que les ayudaba, conoció a buenas personas y a mucha gente interesante, etc.).

Precisamente allí, en la protectora, conoció a Jorge, su novio, y dos años después se fueron a vivir juntos. Fue entonces cuando María decidió que era el momento de cumplir su promesa y, tras hablarlo con Jorge, ambos decidieron que, por fin, adoptarían un perro (tras su paso por la protectora y conocer de primera mano las necesidades y carencias que tenían muchísimos perros, María había cambiado la idea inicial de comprar por la de adoptar). El elegido fue Sam, un precioso cachorro de American Staffordshire al que habían abandonado solo unos días antes.

El pequeño fue creciendo hasta convertirse en un guapo, fuerte y vivaracho joven de tres años al que María no podía querer más. Era un perro estupendo, muy bueno y obediente, decían, aunque Jorge y ella creían que todavía podía y debía mejorar en algunas cosas: muchas veces no acudía cuando le llamaban, en ocasiones cuando no estaban se subía al sofá o rompía algún objeto, era un poco bruto con otros perros…

María disfrutaba mucho de la compañía de Sam pero había una cosa que la inquietaba enormemente: había pasado casi toda su vida soñando, imaginándose como sería realmente convivir con un perro, incluso siempre había tenido el convencimiento de que todos aquellos años de frustración, de obligarse a compartir con otros perros lo que le gustaría haber vivido con el suyo, también le servirían para estar preparada cuando llegase el momento de compartir su vida con su propio perro. Pero ahora que al fin lo había conseguido tenía la sensación de que no lo estaba disfrutando, de que con cualquiera de los cientos de perros con los que había compartido minutos a lo largo de su vida, había tenido mejores sensaciones que con Sam, a pesar de quererle tanto como le quería.

Y es que, aunque María no fuese capaz de relacionar una cosa con otra, con ninguno de los perros con los que había disfrutado tanto a lo largo de su vida se había comportado como con Sam: nunca se le hubiese ocurrido enfadarse porque no acudían a su llamada (o cuando, por el contrario, la seguían a todas partes), ponerles un collar de ahorque para controlarles mejor (a pesar de que no se sentía cómoda haciéndolo), alejarles de ella cuando se iba a trabajar para que no le manchasen la ropa, no dejarles acercarse a la mesa cuando comían para evitar que les molestasen, no saludarles cuando llegaba a casa (había leído que era mejor ignorarles), no dejarles jugar con otros perros por miedo a que les hiciesen daño…

Desde que era una niña había adorado a los perros y había deseado con todas sus ganas compartir su vida con uno para disfrutar de él cada día. Y a pesar de que les admiraba justamente por ser como eran (llenos de pelo y de babas, cariñosos, espontáneos, listos…), ahora que tenía la oportunidad de disfrutar de ello cada minuto, se pasaba los días “sufriendo”, intentando cambiar a su perro y luchando contra lo que era para intentar convertirle en algo mucho más limpio, estático, y manejable. María era una chica que soñaba con perros pero, cada vez tenía algo más parecido a un robot…

Moraleja: si quieres tener en casa algo previsible, aséptico, que haga lo que quieres en cada momento, que no moleste, que no te de trabajo, etc. es mejor que compres una máquina; las hay para todos los usos y de todos los precios y colores. Si, por el contrario, quieres compartir tu hogar con un ser vivo único, con todas las cualidades que tienen los perros, pero también con todas las obligaciones que conllevan, no lo dudes: adopta uno… y si ya lo tienes recuerda los motivos por los que un día decidiste integrarlo en tu vida, no intentes convertirle en lo que no es y sobre todo… ¡¡no te olvides de disfrutar de él!!

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