El pequeño al que el mundo se le hacía demasiado grande.
Cuando Diana cumplió cincuenta años decidió que se iba a autorregalar un perro. Ella, era una directiva de éxito que, a base de esfuerzo y coraje, había conseguido triunfar en un mundo de hombres poderosos que nunca se lo habían puesto demasiado fácil pero, para conseguir ese éxito tuvo que sacrificar muchas cosas; tantas que, prácticamente, tuvo que renunciar a su vida personal. Diana lo tenía todo pero, cuando llegaba a casa después de un largo día de trabajo, se sentía tremendamente sola por lo que decidió que aquel era un buen momento para empezar a cambiarlo todo…
Días antes, ya le había echado el ojo a aquel diminuto cachorro de Chihuahua que no paraba de moverse de una esquina a otra de aquella cárcel acristalada, en la tienda del centro comercial, en la que cada día se agolpaban decenas de niños que disfrutaban de él, totalmente ajenos a su sufrimiento. En el mismo momento en que lo vio, Diana decidió que sería para ella y que se llamaría Petty.
Diana nunca había convivido con un perro, así que fue a la tienda y se dejó asesorar. Cuando salió de allí llevaba en una mano al pequeño Petty y en la otra un montón de bolsas en las que portaba la pequeña cama, el pequeño saco de comida, el pequeño bebedero… Muchas cosas pequeñas preparadas para un perro pequeño al que, curiosamente, todo se le hacía demasiado grande… Aquella jaula de cristal suponía un estrés constante para él, pero al menos allí todo era más predecible.
El ruido del tráfico, aquellas personas gigantes que se abalanzaban sobre él para tocarle, una puerta de un coche que se abría…. Todo lo que sucedía de camino a su futura casa, causaba un sobresalto en Petty. Diana notaba como el pequeño temblaba e intentaba calmarle diciéndole que estuviese tranquilo. Le hubiese gustado acariciarle para que se sintiese seguro, pero llevaba las bolsas en la otra mano, así que decidió acelerar el paso y seguir diciéndole cosas bonitas para calmarle.
Cuando llegaron a casa, Diana respiró de alivio aunque cuando puso a Petty en el suelo, éste se quedó completamente paralizado, sin saber que hacer. El mundo se veía muy distinto desde ahí abajo, aunque, al menos, ya no escuchaba todo ese ruido ni se le acercaba ninguna de las miles de amenazas que segundos antes le asediaban. Pero, cada vez que Petty se decidía a explorar la casa, Diana le daba un empujoncito y le decía cosas que el pequeño no era capaz de entender (“vamos pequeño ¡¡no tengas miedo!!”, “venga ¡¡muévete!!… ¡que no pasa nada!”…) y el pequeño se paralizaba otra vez… Parecía que la comunicación no había comenzado de una forma muy fluida en aquella pareja.
Y todo transcurrió más o menos igual que aquel primer día. Petty ya tenía cuatro años y se había convertido en un adulto inseguro: nunca se había relacionado con otros perros (la primera vez que Diana lo intentó, le dio miedo que el otro perro le hiciese daño y tuvo que tirar de la correa para cogerlo en brazos y protegerle), cuando empezó a ladrar a las personas que querían tocarle, Diana empezó a evitar ese tipo de situaciones y a aislarle cada vez más, en el día a día siempre iba dentro de un bolso o en los brazos de Diana (ella le llevaba a todas partes: a la oficina, de compras, de vacaciones, de viaje de negocios….). Por supuesto, Petty nunca había paseado sin correa, ni había roído un hueso o utilizado su olfato libremente por lo que, entre unas cosas y otras, había acumulado una tensión terrible….
En el único sitio que se sentía mas seguro era en casa. Paradójicamente, ese sitio que le paralizó aquel primer día se había convertido en el único lugar en el que podía moverse por si mismo y donde sentía que tenía un mayor control de la situación… hasta que llegaba Diana y le regañaba por morder el sofá, llegaba una visita (a las que, siempre, ladraba sin parar), sonaba el timbre, etc.
Mientras Petty pasaba la vida con los nervios a flor de piel, Diana había cumplido el objetivo que se propuso cuando le compró. Es verdad que no le entendía y muchas veces la ponía de los nervios pero no podía imaginarse la vida sin ese pequeño granuja que la recibía siempre con efusividad, la acompañaba a cualquier lado, demandaba con insistencia sus caricias… La vida es mucho mejor cuando se comparte con un perro, solía decir Diana, siempre que tenía la oportunidad. El problema es que nadie se había preguntado si a Petty le parecía que la vida es mejor cuando se comparte con un humano…
Moraleja: Introducir un perro en tu vida debe ser siempre una acción responsable. Que un perro sea pequeño y “no nos cree problemas graves” no quiere decir que no tenga las mismas necesidades que cualquier otro perro ni que las personas no debamos tener unos conocimientos mínimos sobre ellos, antes de asumir una responsabilidad de ese calibre (no olvidemos que se trata de un ser vivo). Todos los días vemos perros en bolsos con los ojos fuera de sus órbitas, perros que se pasan la vida fuera de sí, ladrando a todo lo que se mueve, perros a los que se pone, apresuradamente, en brazos para “salvarlos” de otros perros, perros que son alzados con tirones de correa… Cuando hablas con mucha de esa gente, te das cuenta de que piensan que los perros son así, que son cascarrabias, que tienen mala leche, que son muy miedosos… pero obtendríamos muchas mas respuestas si empezásemos a pensar que los perros, sean del tamaño que sean, son, ante todo, perros y si, además, empezásemos a ponernos en su lugar y a intentar entender como perciben el mundo desde ahí abajo (o, en muchos casos, desde ahí arriba), empezaríamos a comprender muchas cosas y a hacerles (y a la vez hacernos) la vida mucho más fácil…
Y recuerda lo más importante….¡No te olvides de disfrutar de tu perro!
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